Sunday 12 April 2020

El Castillo del Ardid

HISTORIA
   La alcurnia se reunía en la sala más alta de la gran Torre del Norte de cuyas ventanas se veía la totalidad del claro iluminado sobre el cuál se construiría el Castillo del Ardid, y las miradas se acumulaban sobre el Doctor Eustaquio Quirós, el más extravagante de ellos, que había convocado la congregación. El Doctor Quirós sabía usar su labia excepcional como una bandera que fluye con el viento, para unir oídos que aprendan de sus proyectos estrambóticos y con él acumulen fondos para ellos. Esto le había llevado a alcanzar el respetado puesto de monarca democrático. La gente presente en esta torre había sido su público en las ocasiones que habló de todos ellos como la tripulación de un barco majestuoso que perseguía el sol sobre el mar abierto, con viento apresurado y música emocionante en su favor. Luciana, miembro activo de la alcurnia, se alegró cuando recibió la carta que la llamaba a la Torre del Norte, porque era desde aquel lugar desde donde salían lo diseños de los edificios y las relaciones de la gente de Ocurea, su bella ciudad que ahora observaba en caminatas circulares por el perímetro de la sala a través de los altos ventanales; la Torre del Norte era una única columna a media altura de una ladera inmensa; desde la sala más alta, colina abajo, se podían ver los distritos 5 y 6, donde los esclavos tenían sus hogares a los que regresar tras las labores del día; serían unas dos centenas de metros bajo la torre donde estaba el límite de esa zona y comenzaban los distritos 3 y 4, que llegaban hasta rodear la mitad de la ladera; hacia el norte, las edificaciones eran escasas, y el claro iluminado cubría casi todo el terreno. "Esa zona necesita dueño," decía el Doctor Quirós en la congregación de la alcurnia altiva, "y lo vamos a edificar bien".
   Luciana conducía un carruaje tirado por caballos adentrándose en el claro detrás de los esclavos que la miraban con cara de rabia y odio, aunque de algún modo ningún miedo. A su izquierda su amigo y vecino Rodrigo se alzaba solemne en su carruaje, y a su derecha su compañera Celeste apoyaba los pies sobre la barandilla anterior de su propio vehículo; los miembros de la alcurnia formaban una fila que empujaba a la multitud  de cargueros de brazos sanos y piernas fuertes colina arriba al terreno por obrar, vigilados desde arriba por el ojo omnisciente del Doctor Quirós. Pronto hubieron formado un sistema en el cual tendrían filas ordenadas trayendo rocas de la mina al pie de la montaña y gente en el claro apilándola según el diseño más votado en la sala de la Torre.
   Tres veces al día, Luciana bajaba la ladera de la montaña en su montura pomposa al frente de un grupo de esclavos, a quienes Rodrigo vigilaba desde atrás, para que subieran las rocas. Celeste y un grupo de miembros de su casta se encargaban de coordinar a los obreros, de tal modo que las fechas límite de la obra se cumplan. Al cierre de cada jornada, Luciana y Rodrigo se burlaban de los esclavos humillados, que lloraban del cansancio mientras ellos apenas si sudaban tras recorrer la misma distancia bajo en mismo sol; "¡Sabrán ellos lo que cuesta manejar a tanta gente, si tan sólo cumplen órdenes!". Al atardecer, los miembros se reunían junto a la obra a saciar su hambre con horneados sabrosos y bebida gustosa, y contemplaban la Torre del Norte. "Nuestras aportaciones valdrán la pena, el Doctor Quirós siempre ha sido un amigo ejemplar," se decían, "¿Qué harán ustedes cuando terminemos?" preguntaba Rodrigo. En el río del agradecimiento al Dr Quirós, ideas fluían como granos de arena: unos querían esculturas en su honor, otros ya se veían al frente de pueblos independientes, exponiendo su superioridad en salas de tribunales; "Abran paso al Doctor Rodrigo", saludaba él. Éstas fantasías robarían su atención durante el día, y al recuperarla se encontraban con rostros de repugnancia en las multitudes de cargueros y obreros, pero desde sus altos asientos sobre las cabezas de todos, no sentían necesidad de preocuparse. Así la alcurnia continuaba con su labor de dirigir la construcción del Castillo del Ardid.
   Con cada fila de rocas que se apilaba, más impacientes estaban los miembros de la alcurnia, y entre más grande era la sombra de la construcción, más profundo era el sentimiento que les unía al visionario que observaba desde lo alto de la Torre del Norte. Cuando la obra estuvo acabada, Luciana, Rodrigo, Celeste y los demás prepararon un último horneado bajo el sol amarillento y la sombra de la Torre, burlándose de la ilusión infantil del Dr Eustaquio Quirós, que lo había llevado ya al Castillo del Ardid, y cuando toda esta comida se hubo agotado, regresaron entre los esclavos a sus casas en los distritos 3 y 4. Mientras entraba Luciana en su casa, vestida de la altivez y arrogancia que llevó desde el principio, el asco y desprecio con que los esclavos la habían mirado se convirtió en un montón de risotadas y chismes desdeñosos. Luciana, llena de una molestia inquietante, echó un vistazo de desprecio a sus casas de bareque antiguo y tejas de zinc en la lejanía de Ocurea, en los rincones olvidados de la ciudad, y se satisfago pensando: "Ríanse mucho, que Quirós y yo somos de la alcurnia, ¡y ustedes no nos llegan a la suela ni si vamos descalzos!". Entró pues en su casa de ladrillo sin pintar y cemento agrietado en el distrito 3, con un jardín vistoso que bien disimulaba el estilo tétrico del interior. Desde que empezó el proyecto no había estado muy atenta al orden de su casa, y en éste momento se fijó en el mugre acumulado sobre las exóticas baldosas de cerámica, y se empleó a erradicarlo con su escoba de palo. Ya entrada la noche, se preparó un café y almojábanas y subió a la terraza; ahí saludó a su vecino Rodrigo, que se encontraba en el mismo ritual, y compartieron el sentimiento de plenitud que les inspiraba la terminación del Castillo del Ardid y la armonía de un equipo de plan compartido y ganancias equitativas: el alma de la correspondencia crecía en la imagen de Eustaquio Quirós, a quién sus miradas subordinadas buscaban más allá de la Torre del Norte, en el distrito 1: altas se alzaban sus murallas de piedra y sus torres de vigilancia, la nueva casa de Eustaquio contaba con suelos impecables de porcelanosa y paredes y columnas de mármol pulido a mano; estaba recubierta por muros de cuatro metros de piedra y tenía cinco torres de vigilancia con guardias profesionales a todas horas; los cuadros más famosos de los pintores más célebres habían sido reunidos en la sala principal; contaba con una banda privada de músicos estudiados en los lugares más cultos del globo; se había construido un sistema de teleférico para bajar sin esfuerzo la montaña hasta las atracciones naturales más demandadas. Luciana fue a dormir a su habitación, y el frío que entraba por las grietas del cemento le recordaba el bareque de las casas de los distritos 5 y 6. Meses después, el Doctor Quirós, el monarca democrático de Ocurea, se presentó en su casa, y le introdujo un nuevo proyecto. Horas más tarde, en la Torre del Norte, Luciana se reunió con Rodrigo, Celeste, y los demás miembros de la ilusoria alcurnia.





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